
La envidia es un sentimiento y, por tanto, algo que no pertenece al estrato superior; es, además, de una universalidad tal que se ha llegado a sostener que es una inclinación instintiva de la especie humana.
Sin embargo, la envidia es el más racionalizado de los fenómenos afectivos, el que posee un correlato mental más refinado y complejo. Pero no por ello es un sentimiento lógica y vitalmente más valioso que los demás.
Al contrario, es uno de los más negativos para quien lo siente y para quien lo inspira. Esta relativa racionalidad y esa rotunda malignidad explican que sea un fenómeno que se oculta celosamente y que las ciencias han soslayado. Con una extraña mezcla de temor y pudor, el horno sapiens lleva decenas de miles de años sobrentendiendo y esquivando a la envidia sin decidirse a hacerle frente con el logos.
Un sentimiento es un estado difuso de agrado o desagrado. La envidia pertenece al grupo de los sentimientos penosos e intencionales puesto que es una desazón provocada por algo exterior. Lo que distingue a la envidia de otros sentimientos ingratos es su causa.
Desde los clásicos se repite que la envidia es una pena del bien ajeno. El mismo Aristóteles alude a estos bienes que, como la riqueza, despiertan la envidia. Pero no es exacto. Nadie envidia un tesoro abandonado, simplemente lo desea.
Porque lo que se envidia no son los bienes, sino el goce que normalmente producen. La preocupación del envidioso es la felicidad del vecino. La envidia requiere un vacío relativo de felicidad y, finalmente, el reconocimiento de la imposibilidad de colmarlo en un aceptable plazo. La envidia es el malestar que se siente ante una felicidad ajena, superior, deseada, inalcanzable, e inasimilable.
No se envidia ningún bien en cuanto tal, sino en cuanto es de otro. La envidia no arranca de la aversión hacia un bien, sino exactamente de lo contrario, de la estimación de algo valioso: la fortuna, la belleza, el poderío que se desea vehementemente y que no se logra…



