
Es bueno que en esos momentos de la vida, cuando sintamos que el mundo se desmorona frente a nosotros, reflexionemos; y pensemos que en el mundo hay personas cuyo sufrimiento no es comparable al nuestro. Historias como “Yo soy Malala» hacen latir fuerte el corazón de cualquiera, sin importar cuán baja sea su sensibilidad.
Muchos países permiten a sus habitantes vivir una vida de gran libertad, libertad de culto, de expresión, entre muchas otras; pero también hay países, en los que sus habitantes deben adherirse a ciertos ideales o fanatismos religiosos.
Hay tratados internacionales de derechos humanos, pero no se aplican, porque los países están divididos, por aquello que llaman conflictos de intereses.
Quizás no tengamos que ir demasiado lejos para ver estas injusticias, es posible que en nuestro propio país, mucha gente tenga que vivir situaciones similares; no tan drásticas como en estos países, pero también sus derechos son vulnerados.
Durante muchos siglos conociste la esclavitud, las cadenas, los cinturones de castidad, los candados; las cárceles, las hogueras, las violaciones, los abusos, las humillaciones, los amos, los dueños; los pater familias y la potestad de los hermanos, de los padres y de los maridos.
Te rifaron, te compraron, te cambiaron por fanegadas o rebaños, te usaron, te forzaron, te quemaron, te satanizaron, te burlaron, te santificaron, te invisibilizaron; pero sobre todo te callaron… y de qué manera te callaron.
Fuiste madre una y otra vez, y cuando tenías el vientre redondo y pleno; te fetichizaron y entonces te llamaron, mi santa madre; para imposibilitar tu erotización, para matar tu deseo, y silenciar tus ansias de más caricias… Te llenaban de hijos e hijas para vaciarte de deseo.
Te hicieron creer durante siglos, que tu anatomía era tu único destino, y así no sólo lograron transformar tu maternidad en fatalidad; sino que mutilaron la cultura de tus voces, de tu escritura, de tus ideas que sólo excepcionalmente pudieron alzar vuelo.